Una noche, mi dueño me metió a empujones en el coche, me llevó a una zona perdida en medio del campo y me abandonó.
El propietario: Lo abandone, No soportaba más la situación. Estaba cansado de tenerlo que sacar cada día a la calle, de pasarlo, de no poder hacer lo que me diera la gana cuando llegaba a casa. No quiero obligaciones, siempre lo he dicho. Me lo dieron y me equivoqué al cogerlo. Eso es todo, me dejé llevar.
Entonces era un cachorro y mis hijos se enamoraron de él, pero luego creció y ya nadie lo quería. Por eso lo metí en el balcón, prefería que no estuviera por casa enredando.
El perro:
Me abandonó. Supongo que nunca me quisieron. Es verdad que al principio me sentí culpable. Pensé que les había fallado, pero ahora me doy cuenta que mi historia es como la de los demás perros abandonados con los que vivo en el albergue. Me adoptaron siendo un cachorro. Alguien que había tenido una camada debió regalarme. Ellos, al principio me acogieron ilusionados pero aquello duró poco.
Según yo crecía, su amor hacia a mí iba disminuyendo. Comenzaron a quejarse de que yo crecía demasiado y bueno, intenté encogerme todo lo que pude. No sé si habéis visto alguna vez a esos perros que se tumban al suelo y se hacen una bola de puro miedo cuando llegan sus dueños. Ese era yo. Me gritaban a diario. Mi dueño se quejaba por tener que pasearme.
Un día, me sacaron a un pequeño balcón. Al principio yo pensé que sería sólo un rato pero, en realidad, jamás volví a salir de allí. Yo les llamaba ladrando por si me abrían la puerta pero nunca lo hicieron.
Una noche, mi dueño me metió a empujones en el coche, me llevó a una zona perdida en medio del campo y me abandonó. Yo intenté buscar el camino de regreso a casa pero no lo conseguí. Finalmente, acabé en una carretera de la que alguien me rescató. Menos mal. Ahora vivo en un albergue. Aquí nadie me grita, me cuidan y, al menos, no soy infeliz. Sé que no es mucho, pero es mucho más de lo que nunca he tenido.